Siempre vivía con urgencia. Lo torturaba y curaba cada segundo que moría en el que era su trabajo soñado: fácil y productivo. Contaba los minutos desde que entraba por la puerta y Gómez le decía: “Buenos días, Doctor Zapata”. Caminaba con sus botines de charol perfectamente embetunados, tarareando alguna exquisita sinfonía que alguien le había recomendado la noche anterior, y pensando en la hora de salida. El Doctor Zapata era el mejor de todos los doctores. Pero no de esos que salvan vidas, sino de los que les dicen doctores por algún tipo de azar, o por alguna prenda lujosa, o incluso solo por cargar el portafolio ostentoso que siempre lo acompañaba vacío, porque no le daba a guardar nada. Un portafolio grueso, hecho con vaca dura, herencia de su padre, quien siempre le decía: “si quiere ser doctor, mijo, camine como si arriba suyo solo estuviera el cielo, así usted no encuentre ni una nube”. Y siempre le hizo caso.
Recibía a sus usuarios, uno por uno, y les prestaba dinero a altos intereses. Los que acudían a él, frustrados, le vendían sus sueños, los más íntimos y preciados, a cambio de encontrar un soporte económico sin la tediosa tarea de caer en las lógicas de la burocracia banquera. El doctor Zapata los atendía, compraba, presionaba y cobraba. Cuatro simples pasos en los que encontraba una perfecta armonía entre tener su cartera a explotar, y no esforzarse mucho para que así fuese. Él se sentía cómodo en ese mar de manipulación, dentro de una oficina clandestina de la que solo tenía conocimiento él, Gómez y las desesperaciones en forma de persona que lo visitaban a diario. La urgencia apareció desde el momento que conoció a Victoria. Su historia cambió del cielo ofrecido por su padre, que yacía en él, a la tierra seca e inerte en la que lo acomodó su tormento.
No fue una tarde casi noche diferente a las que estaba acostumbrado a vivir. Entraba a casa abriendo la puerta de madera que la protegía, dejaba las llaves en la mesa del corredor, se quitaba los zapatos brillantes que soportaban sus pasos, soltaba el nudo de la corbata que usaba para verse más doctor, y se recostaba en el sofá de su apartamento. Justo ese día, mientras el sol bajaba en un amarillo casi naranja, recordó lo que su amigo Pachito le había comentado días atrás después de correr con el poco aire que le quedaba en los pulmones detrás de un balón de fútbol: “encontré una página donde se puede tener interacción con viejas buenísimas, y hacen lo que usted les diga. Como una película porno, pero en vivo”. En ese recuerdo odió el porno por undécima vez, y decidió escuchar a Pachito para hacerle caso. Estaba cansado, a punto de dormirse, pero la soledad que lo atormentaba lo invitó a entrar a la página que cambiaría su forma de dejar morir los minutos en las tardes insoportables. Entró para nunca más salir.
Tomó un par de cervezas y se sentó frente al computador. Estaba desnudo mientras bajaba y bajaba el cursor del monitor que lo había visto por años consentirse así mismo. Si esa máquina fuera un humano, estaría sorprendida de lo indeciso que estaba ese día. Normalmente era más fácil. Reproducía un video que le causara morbo, y empezaba a imaginarse dentro de esa producción, siendo él, (o a veces ella). No sabía dónde dar clic porque estaba perdido. Se sentía en una selva, con animales silvestres mirándolo curiosos esperando una pronta acción. Lo indeciso se acabó cuando vio a una pequeña chica bailando en un cuarto con un espejo gigante, con las paredes azul y blanco, y una cama para más de una persona. Era preciosa a sus ojos. Con un cabello negro a los hombros, labios gruesos y cejas pobladas. La nariz pequeñita y respingada como una montaña de tierra fresca y húmeda hecha por un niño con futuro de artista. Era, claramente, menor que él. Su voz fue energía y vida para el Doctor que se sentía tan muerto. Esa tarde, cuando cambió su historia, escogió a Victoria para que fuese compañía en sus solitarias tardes.
Por mucho tiempo entraba de forma anónima a espiar con curiosidad lo que Victoria hacía. Redactaba un par de mensajes con precaria ortografía, con la esperanza de que ella lo leyera. Se iba y volvía. Daba vueltas en la cama, y buscaba su contenido gratuito para imaginarse una escena, alejada de lo sexual, con la que se había convertido en obsesión para él. Se imaginaba su olor, su estatura, su aliento. Pensaba en lo que hacía después de salir de ese cuarto. ¿Por dónde caminaría? ¿Qué canciones escuchaba en el camino a casa? ¿Tendría hijos? ¿qué tan dispuesta estaba a enamorarse de un cobrador gota a gota? Se enamoró profundamente del performance que era Victoria. De sus senos, de sus piernas, de su cola. Se enamoró de su voz, y su sonrisa. Cometió el inmenso error de enamorarse de todo lo que ella no era.
Seguía respirando urgencia en su pequeña oficina. Gómez lo veía cada vez más ajeno, ausente. Su mente era veloz para traer a escenarios utópicos la imagen digital que veía todas las tardes, sin falta. Los días que ella descansaba, veía las grabaciones que le había hecho. Día a día. Ella ya no lo ignoraba, el usuario “AlfredoZapata19” siempre estaba en su sala. Cuando no tenía tráfico, charlaba con él, aunque nunca tuviera créditos, porque el Doctor Zapata no gastó ni un dólar en ella, hasta la noche del nueve de noviembre, donde se encontraron para realizar una cena planeada a través de mensajes breves.
“AlfredoZapata19” entró a la sala ese viernes y por primera vez dio clic en el botón “Llevar a show privado”. Victoria estaba lista, con un par de alimentos en una mesa, con un vestido precioso color Vinotinto, el cabello más ondulado que nunca, y su olor, invisible, podía cruzar la pantalla del monitor. Mostraba hermosos sus labios pintados, mientras crecía una sonrisa brillante que, de forma genuina, se la ofrecía a quien ya no le era indiferente. No importó el tiempo ni el dinero. No importó lo tarde, ni lo lejos. Estaban los dos juntos: nadie más que ellos. La cena fue perfecta. Rieron, comieron, hablaron, disfrutaron el uno del otro, y así siguió el juego. Todas las tardes seguía, él viéndola y ella leyendo sus mensajes en el chat. Se tenían, el Doctor Zapata la tenía. Era su Victoria, y nunca espero la derrota que vendría.
Gómez le abrió la puerta y le dijo “Buena tarde, Doctor Zapata”. Algo había cambiado porque ya le devolvía los saludos y las despedidas: “Hasta mañana, Gómez, me cuida la nubecita”. Se dirigió a casa con algunas canciones en la mente para recomendárselas a Victoria. Se hacían ese tipo de regalos; nada más bello que dedicar y regalar músicas, y a ella le encantaba todo lo que el Doctor Zapata encontraba en internet. La urgencia mermaba cuando ya estaba cerca de casa. Sabía que la vería, y se preguntaba: “¿Qué vestido tendrá puesto hoy? Quizás el azul, o el amarillo, aunque el amarillo probablemente no porque lo había usado ayer. ¿Pensará en mí como yo pienso en ella?”. Abrió la puerta de madera, se retiró la corbata mientras buscaba algo de comida en la nevera, para después sentarse en el computador y volver a su ritual. Se conectó, y, extrañamente, Victoria no estaba en línea. “Seguro tiene problemas de conexión”, pensó. La esperó toda la tarde y nunca llegó. Vio algunos de los videos que le había hecho, pero ya no era suficiente. Él quería hablar con ella, como siempre, no solo verla, como al principio fue. Dejó pasar ese día, y la tristeza lo empezó a visitar. Llegaban nuevas tardes pero sin Victoria, sin su Victoria. Se encontró como antes: solo, aburrido y perturbado, y con la urgencia de regalo.
El tiempo nunca dejó de correr, y con él, llegaban los sentimientos abrumados del Doctor Zapata, quién seguía en el oficio pensando solo en su Victoria. Atendía a los clientes de forma escueta, odiosa, terrible. Sus servicios eran necesarios, fuese como fuese, la salida fácil y momentánea que ofrecía el Doctor era requerida y solicitada. Gómez notaba la urgencia de su jefe, lo veía decaído, arrastrado por los sentimientos que nunca había reflejado. Era duro como una roca meses antes, y ahora, con la mente hecha un algodón, parecía desconcertado y fugaz. Habían sido años de trabajo juntos, y una tarde, de esas que pesaban tanto, se acercó y le dijo: “Doctor Zapata, sé que no somos muy cercanos, pero puedo ayudarle a cargar esa roca que no lo está dejando respirar”. Con los ojos hechos agua, lo miró, asintió y le ofreció una silla para hablar.
Se acercaban cada día más. Y no porque no tuvieran opción. El Doctor Zapata encontraba algo familiar en Gómez, como una hermandad soñada. Compartían una gran cantidad de horas durante el día. Mientras Gómez abría la puerta y recibía a los clientes, que seguían llegando casi en masas, el Doctor Zapata los acogía ya de forma cálida, como si algo estuviera sanando en él. Se había creado un lazo de confianza en la pequeña clandestinidad que compartían, pero, cuando el Doctor volvía a abrir la puerta de madera que cuidaba su solitaria guarida, recaía en la tristeza por algo que se había ido y nunca había tenido. “Doctor Zapata, hoy quiero invitarlo a comer a mi casa, ¿se ánima?”, le dijo un día Gómez desde la puerta de la oficina. No era un buen día para el Doctor porque la tristeza lo tenía del cuello. Se recostó un rato en su silla para descansar, para dormir, para que nada le doliera. Cayó profundo en la silla reclinable que cuidaba su espalda. Gómez golpeó la puerta, “Doctor, ¿si me acompaña?”. Se levantó asustado, tomó su portafolio y le dio dos golpecitos en la espalda “Hágale, Gómez, lo espero en el carro. Cierre todo”.
De camino a la casa de Gómez, hablaron de Victoria. El Doctor lo necesitaba, tenía un dudo en la garganta y en la mente atado solo con los recuerdos de ella. No estuvo en silencio ni un momento. Hablaba y hablaba, buscando razones para odiarla pero seguía encontrando solo razones para quererla. Él compañero lo escuchaba y le iba indicando el camino a su casa; una pequeña construcción de dos pisos, con luces amarillas y rejas en las ventanas. Algo humilde, pero acogedor. Llegaron y se bajaron del carro para dirigirse a la puerta. Gómez abrió con las llaves que su esposa siempre ponía en la chaqueta, y gritó mientras entraba: “Buenas noches familia Gómez”. De la cocina salió su hijo mayor, quien estaba encargado de la cena ese día. “Le presento al Doctor Zapata, mi jefe y amigo”. Se estrecharon la mano mientras bajaba la esposa, con un vestido color menta con flores verde esmeralda. El mismo dialogo por parte de Gómez. “¿Dónde está la niña, Luz?”, al momento señaló las escaleras y estaba bajando la hija menor del compañero de oficina. Tenía un vestido vinotinto, un cabello negro a los hombros, labios gruesos y cejas pobladas. La nariz pequeñita y respingada como una montaña de tierra fresca y húmeda hecha por un niño con futuro de artista. “Buenas noches, papi”. Su voz fue energía y vida para el Doctor que ya estaba muerto. “Ella es Carolina, mi hija menor, cumplió hace poco los dieciocho, es mi bebé”. El Doctor Zapata estaba atónito, impaciente, sorprendido. No encontraba palabras. Tenía a Victoria al frente suyo, pero no era Victoria en realidad. Era Carolina, una niña, la hija de su amigo. Se quedó sin aire y su corazón estaba a punto de abrirle la camisa de tela fina. “Ya sé que es linda Doctor, pero tranquilo, puede respirar”, bromeó Gómez mientras lo invitaba a la mesa. Carolina servía los platos con la mirada encima de alguien que no podía creer lo que había encontrado. Estaba incomoda, se sentía acosada y presionada por el recién conocido. La cena se enfrió y todos comieron menos el invitado. “Parece que tu amigo no tiene hambre, papi”, le dijo Carolina a Gómez. Él se sonrojó, la miró e intentó chapucear una frase. “¿Cómo es que se llama usted?” le preguntó de forma grosera y acusante la pequeña. “Él es el Doctor Zapata”, contestó el papá rápidamente, mientras el invitado agachaba la cabeza y soportaba la imagen que tenía de Victoria, o Carolina. Respiró y habló: “Sí, soy el Doctor Zapata… Alfredo Zapata. Tengo que irme. Muchas gracias por todo Gómez. Gracias, Sra. Luz, y al muchacho que cocina muy rico. Nos vemos luego.” Miró a Carolina, con los ojos rojos pintados de incredibilidad: “Que esté bien, Victoria”. Se volteó, tomó el portafolio y abrió la puerta. Destapó la olla que estaba a punto de explotar.
No supo que pasó en esa casa, pero salió, entró al carro y se encontró ido, agotado de tanto caos. Cerró la puerta lateral de forma brusca, y despertó de su nube. Estaba desnudo, con botellas de cervezas alrededor, con la página selvosa llena de fotos de mujeres que parecían estar viéndolo. Bajó y bajó el cursor, y se encontró con la foto de una pequeña que transmitía en un cuarto azul con blanco, encima de una cama grande para ella. Ubicó el cursor en la que sería la salida de tanta urgencia, cerró esa página, cobarde, y volvió al porno.