Vio caer el cuerpo de su madrina sobre la madera. Unas manos la amarraron; una mirada la juzgó con sevicia y rencor; unos pies la patearon, y una voz la condenó a quemarse en la hoguera. Sus ojos hechos mar la miraron desde abajo, pidiéndole acción, no inmediata, sino eterna. La puerta del cuarto se abrió bruscamente y todo seguía siendo caos. Había sido condenada por herejía, exhibicionismo y traición, cargos suficientes para merecer el fuego frente a todo el pueblo; sin oportunidad de escape, con el cielo maniatado y llorando de impotencia. El tiempo fue cruel… ni la lluvia apagó las flamas. Algunas cenizas se confundieron con la espesa tierra, y las que no, el viento ambiciosos se las llevó a donde quiso; al más allá, o al más acá, porque mientras su madrina moría, Leila ya sabía cómo inmortalizar, llena de dolor, ese profundo amor.
El sol quemaba fuerte antes del evento. Leila estaba lista, y cargaba entre sus ojos, y sus recuerdos, la fortaleza que necesitaba para enfrentar con rebeldía a su mojigata vecindad. Sabía lo que tenía que hacer. Quería darle una lección al pueblo absurdo que había dado fuego al ejemplo de vida, que la miraba con sus ojos marrones y le decía: “sé siempre libre, Leila. Quiero que este pueblo, que es nuestro mundo, se acobarde frente a tu valentía”. En su cabeza, llena de convicción, estaba el plan con el que el pueblo tendría que regalarle toda su atención. No era una bruja, pero predecía el futuro. Encontró en dos manos amigas la ayuda que necesitaba. La miraba con profundo amor su colega de aventuras infantiles, y ahora adultas, Sofi, quien estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario por encontrar sonrisa en ese rostro que a escondidas le encantaba mirar.
—Necesito que me ayudes a buscar muchos cristales. Vidrios grandes. Todos los que puedas. Construiré un lugar con paredes cristalinas – le comentó Leila a su fiel amiga.
—¿Quieres hacer una casa de cristal? – le respondió confusa.
—Más bien un cuarto de cristal. Un espacio donde vean lo que haré, pero no puedan entrar a detenerme.
Y fue así. Los días y las noches pasaban y cada vidrio por el que trabajaban recogiendo maíz, lo escondían cerca a los escombros donde existía la casa de su madrina. Leila no pretendía hacer un castillo de cristal; ella buscó la forma de hacer un cuarto de cuatro paredes, con cristales grandes y altos, incrustados y sostenidos por gruesos tallos de árboles veteranos. Su hazaña no se realizó de la noche a la mañana. Pasaron muchos soles y muchas lunas. El pueblo estaba olvidando lo que le habían hecho a su madrina, y esa era su mayor recompensa. Nadie esperaba nada más que lágrimas y lamentos de la joven Leila, que, según algunos, superaría pronto la perdida. Equivocados estaban.
Las paredes de cristal se iban levantando. Leila y Sofi trabajaban en la noche acomodando cristales, y en la mañana recogiendo Maíz. ¡Cuánto amor aterrizaba en esas dos!, en Leila por un recuerdo indeleble, y en Sofi por lo que encontraba en Leila. Los vecinos en el pueblo veían que los cristales se asentaban cada vez más todas las mañanas. Eran curiosos pero tenían miedo de vivir. Temían del grande, del chico. Temían de Dios y sus leyes. Temían de no honrar lo correcto. Temían de todo, y por eso no hacían nada. Se conformaban con ver los cristales, y por pensar posibles explicaciones pero nunca exteriorizarlas. Pasaban, miraban pero no preguntaban. Ese es el problema de un pueblo sometido. Daban todo por hecho, por sentado. No había curvas, solo rectas. Y bajo esos preceptos, la madrina de Leila había sido quemada en la hoguera, con el fuego del infierno, porque eso era lo que merecía. Le decía madrina porque, sin necesidad de que fueran familia, constantemente la ayudó y orientó. Su error fue enamorarse de unos ojos preciosos color cielo, y un cabello ondulado y brillante que bajaba hasta una cintura delicada y sutil. Se había enamorado de una mujer. Y el pecado había aterrizado en su criterio, y merecía morir quemada, e irse al infierno. Ella pereció en las llamas, pero dejó en su ahijada el legado de la empatía y la libertad. Una libertad inocente, sana. Una que le permitía amar a quien quisiera, y Leila lo entendió, y amó tanto a su madrina, que estaba dispuesta, si era necesario, a morir por ella en el Cuarto de Cristal.
En la última noche de trabajo se volvieron a encontrar Sofi y Leila. Se sentaron frente al cuarto de cristal y, orgullosas de su esfuerzo, miraban la transparencia que había de una pared a otra, pero lo separada que estaba la acción del espectador. Solo por medio de la fuerza, obtendría la victoria quien quisiera detener lo que estaban preparando.
—No sé qué harás ahí dentro, pero estoy contigo. ¿Estás lista? – le preguntó Sofi a su amiga, mientras le recogía el cabello, y le limpiaba del cuello algunas hojas que la adornaban.
—Sí, Sofi. Estoy lista, y moriría por esto, y cualquiera que ame como yo, estaría dispuesto a hacerlo. Quiero pensar que morir por amor seguro es el mayor acto de valentía.
El sol quemaba fuerte antes del evento. Leila estaba lista, y cargaba entre sus ojos, y sus recuerdos, la fortaleza que necesitaba para enfrentar con rebeldía a su mojigata vecindad. Sabía lo que tenía que hacer. Solo había una forma de entrar y salir del cuarto, a través de un pequeño hoyo cavado en el límite de uno de los cristales con el piso. Aunque Leila entraba para no salir nunca. Sofi estaba afuera del cuarto, cubierto por una manta enorme color marrón, y empezó a convocar a las personas que alrededor se encontraban.
—“Queridos y respetados habitantes. Vengan, acérquense. Está por comenzar una función en la que hemos trabajado arduamente con mi bella colega Leila. ¿Se han preguntado ustedes por qué los cristales que esconden esta manta se levantaron en nuestro amado y honrado pueblo? Seguramente sí, pero no dijeron palabra por esperar este día. Les presentamos el Cuarto de Cristal, un espacio del que no podrán alejarse, ni escaparse, ni ignorar”.
Fue ahí cuando Sofi de un jalonazo retiró la manta, y adentro estaba Leila, de rodillas, con la cabeza hacia el suelo y las manos tocando la tierra, con troncos de madera a su alrededor. Cuando sintió la luz del sol entrando por los vidrios, se levantó con una sonrisa sugerente y se dirigió hacia el público pidiendo aplausos. Mientras el pueblo, obediente, aplaudía lo que veía, Leila sonreía y bailaba dentro de su trinchera. Más y más vecinos llegaban a observar que estaba pasando en el lugar donde se habían recogido los escombros de la traicionera exhibicionista, a quien habían quemado. Con el aforo justo, y suficiente, Leila empezó su show. Dejó su cabello al aire y descubrió sus hombros mientras bajaba el vestido amarillo que le cubría la piel. Los aplausos iban disminuyendo gradualmente, pero Leila seguía desinhibiéndose dentro de los cristales. Cuando descubrió sus senos, el pueblo quedó en silencio. Nada se escuchaba, y ella seguía. Bajó su vestido por completo, dejando que los rayos del sol chocaran contra su completa humanidad. Las personas del pueblo empezaron a susurrar, y brotó de ellos la sentencia despreciable por encontrarse con un cuerpo desnudo. Se miraron los unos a los otros, buscando explicación del por qué la joven Leila se había desnudado dentro de un cuarto de cristal. Ninguno se fue. Nadie pensó en tapar el cristal, y ninguno pudo dejar de mirar lo que el sol seguía calentando. La juzgaban y rechazaban, pero no podían dejar de observarla. “¡Hereje!”, “¡exhibicionista!”, “¡quémenla!”. El pueblo abrió la boca para condenar a otra bruja que buscaba la atención que ya tenía; y mientras sentenciaban, observaban su cuerpo. Lo miraban con curiosidad. La dualidad corría por dentro de los que querían fuego:” ¿qué mal está haciendo Leila, y por qué no puedo dejar de verla?”
El Cuarto de Cristal seguía abarrotado de pueblerinos, cuando la misma voz que había sentenciado firmemente a su madrina, había llegado para sentenciarla a ella también. Seguía desnuda, mientras rozaba la piel que la cubría con las huellas de sus dedos. Miraba fijamente a los ojos de quienes la observaban. Los invitaba a tocarla, a no ignorarla, y antes de que alguien más lo hiciera, ella lo decidió primero. Tenía lo que quería. Un pueblo viéndola, juzgándola, pero incapaces de apartar la mirada de su esvelto cuerpo. Así funcionaba el Cuarto de Cristal: la ventana inquebrantable del morbo humano, combinada con la moral y el pudor innecesario. El deleite y la culpa, resueltas en lo que el pueblo consideraba ajeno, con la desnudez penetrante del gusto inconsciente.
—“Esto, querido pueblo, que es mi mundo, es como se ve un cuerpo humano al sol y al viento. Así es como se ve una mujer desnuda, y así es como se ven sus compañeras y amantes sin escudos. La desnudez es lo que vemos todos cuando somos libres. Hoy decidí ser libre. Liberarme de ustedes, de mí, y de todo lo que empezó a pesar desde que el fuego se llevó al amor de mi vida. Hoy me quemo por su morbo, por su lealtad, su decencia y absurdo juzgamiento. Hoy volví mi cuerpo cristal” – gritó intensamente la joven Leila.
Sofi, con las manos sobre el cristal, atónita con el acto, y el pueblo entero también, veía con tristeza como Leila prendía fuego a la madera y se entregaba a la muerte. Sus ojos preciosos color cielo, y el cabello ondulado y brillante que bajaba hasta una cintura delicada y sutil, se enrojecían y ampollaban por las llamas. Seguiría el obligado camino de su gran amor, porque dejaba un cuerpo desnudo en tierra mientras su alma corría detrás de un paraíso sensato.