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Sobre el autor

Juan Camilo Moreno Cuellar

Juan Camilo Moreno Cuellar

Había recibido un machetazo el día de mi muerte y desde ese momento los veintiún gramos de alma que me quedaron se fueron por ahí y por allá…

Estaba frío, muy frío. Frío como el helado que le compraba a sus hijos los domingos que visitaba a la familia en casa. Estaba frío como la noche más lluviosa de los clásicos abriles. Frío quedó después de que un machete atravesó su cuello y la cabeza que se desprendió, rodó y rodó por toda la Calle Quinta. Para encontrarla fue un lío y hasta pensaron darla por perdida, enterrarlo sin cabeza y que solo un cuerpo decapitado dentro del cajón posara. Yo me imaginaba la cara de los primos lejanos de corta edad asomándose con su morbo y curiosidad a ver al muerto por el vidrio del cajón en el velorio. ¿Y la cabeza, mamá? ¿Por qué no tiene cabeza el señor Pinzón? Mamá, ¿Cuándo tu te mueras quedarás sin cabeza también? Ya me los imaginaba si ese hubiese sido el final. Por suerte encontraron la cabeza del señor Pinzón entre unos matorrales, con una sonrisa en el rostro. Por suerte encontraron mi cabeza, porque morir sin pensamientos hubiera sido un desatino.

Había recibido un machetazo el día de mi muerte y desde ese momento los veintiún gramos de alma que me quedaron se fueron por ahí y por allá, a viajar deambulando como una más entre las animas tristes que se quedan en el no ser y en el no estar. Pasé varios años de muerto pero yo me quería más vivo. Intenté rencarnarme en uno que otro sujeto. Quería seguir siendo hombre porque me entendía con ventaja, y por una de esas ventajas fue que me cortaron la cabeza. Mi hijo menor no soportó el poder que creía tener sobre la mamá que a él lo había parido. Una y otra vez la hacía cumplir su obligación como esposa. Ella gritaba y se quejaba y se dolía y me quitaba, y yo con fuerza la retenía porque su obligación no era otra. El de dieciocho  años que siempre fue valiente no encontró el domingo otra forma de quitarme del cuerpo de su madre que con el machete que aún tenía restos de sangre del ternero fresco que había desmembrado en la tarde. Quizás ni quería cortarme la cabeza, pero me la cortó y la botó calle abajo. O quizás sí quiso cortármela porque no tuvo pavor sino valor, y lo escuchaba gritar mientras se lo llevaban en la patrulla. Hice lo que tenía que hacer, decía. Yo le juré a María que lo haría. Mamá, habla con María, que María me perdone. Dile a María que me ame así le haya cortado la cabeza a papá. Yo lo escuché gritar y sonreí porque no era otro el destino que merecía, pero estando ya muerto solo quería volver a estar vivo. María, ay, María, esa mujercita que siendo cinco años mayor que mi hijo el menor, lo había enamorado con profunda locura. A María le gustaba desnudarse frente a una cámara. Yo me vine a enterar solo tres días antes de morir que su dinero provenía de una labor realizada en internet.

Había pasado un par de años intentando ser hombre otra vez, pero retomar un cuerpo es muy difícil. Siempre me sacaba alguien de por ahí dentro. Pasé por el cuerpo de Luis el zapatero, también me metí en el de Don Jacinto mientras dormía borracho en la tienda de la Esquina de las Rosas. Hasta el Lucas rechazó mi esencia, el perrito se sacudió y me mandó volando. En algún momento intenté metérmele a Valentín, un muchacho joven con el cabello ondulado que por donde pasaba lo miraban. Todas las jovencitas de por ahí volteaban a verlo mientras alzaba los baúles de los muertos que caían en el sueño. Todas las mujeres volteaban a verlo. Hasta a María se le torcía la cara viendo al Valentín. Cuando volví a ver a María se me olvidó que quería ser hombre, y decidí querer ser mujer. Ella seguía en su labor, en la actividad del servicio. Me le metí al cuarto y estaba hablando francés y a veces inglés. Ay, María, siempre fuiste muy viva. La visité un par de tardes y entendí cómo funcionaba el canal por el que se comunicaba con la gente. Un espacio donde todos la veían, después un espacio donde solo uno o unos pocos estaban con ella. Entendí como funcionaba la cosa y deambulé entre su mundo.

Quería su cuerpo. Ni siquiera quería ser ella, solo quería estar vivo. La primera vez que la contacté le escribí en su muro, donde todos por ahí le comentaban, y mientras ella sonreía le empecé a pedir ayuda. No era sensato para ese momento, y la ayuda se la pedía para que me leyera y me escuchara y entendiera que mi alma necesitaba una marioneta. Le escribía en la conversación: casi me quedo sin cabeza pero la encontraron, mi hijo cortó la cabeza que estaba sobre mí. Ayuda, María. Ayuda. Cada vez que algo le escribía su semblante cambiaba. Abría los ojos y se quedaba fría, algo oprimía y se iba de la pantalla. Yo entraba a su cuarto y solo lloraba pálida. Yo no quería hacerle daño, ni asustarla, quería que por las buenas me diera su cuerpo. O lo compartiéramos, esa era una buena opción. Yo me quedaba en la mitad derecha, y ella en la mitad izquierda. Volvía todas las tardes. María, María, ayúdame, solo quiero la mitad de tu cuerpo. María, soy Yo, el señor Pinzón, María. No estoy sin cabeza, la encontraron, María. Después de unas semanas escribiéndole por las buenas decidí hacerlo por las malas. Algo hacia y de un día para otro sentí que no me estaba leyendo porque sonreía, y no cambiaba su semblante antes mis mensajes. Entre el desespero por su cuerpo, la lleve a un espacio donde solo estábamos nosotros. Me la lleve por una hora y le escribía, María soy yo, solo quiero la mitad de tu cuerpo, María. Yo me quedo en el lado derecho y tu en el izquierdo, María. Ella no decía nada, no hacía nada.  Al final de cuentas le estaba pagando porque me escuchara y me leyera. ¿Por qué tener miedo si no quería todo su cuerpo? Todas las tardes me la llevaba a la sala privada y ella solo se quedaba quieta. Toda la tarde se quedaba ahí viendo la pantalla y yo le escribía. No estaba pagando nada ni el dinero se le subía. Al final de mes su paga fue la peor de todas. Yo le vi la cara de sorpresa, peleaba con otra gente. Pero si yo todas las tardes estoy en la sala privada, me están pagando siempre. Es un usuario muy raro, me habla como si estuviera muerto. Pero paga, y ustedes me están robando. Les decía a las personas que le entregaban su dinero. María, no hay registros de dinero en tus páginas. Apareces conectada pero sin registro de entrada. María se volteó esa tarde y empezó a llorar desubicada. Lo había dicho: por las buenas hubiera sido muy fácil, pero ahora tocaba por las malas. Siguió trabajando en lo mismo, y yo que seguía insistiéndole. María que solo quiero la mitad, solo quiero dejar de estar tan muerto.

La tarde que la catástrofe nos visitó fue cuando decidí aparecérmele. Me había cansado, y de tanto insistir pensaba también en las ventajas de ser María y más ganas me daban de tener su cuerpo. Si fuera María mi hijo me regalaría el perdón y el amor; también mi mujer, que se había perdido en la libertad y felicidad, tendría la compañía que tanto había merecido. Ser María sería la mejor opción de volver a ser yo. Lo mismo de siempre. La llevé a la sala privada y ella cansada de no ganar nada empezó a gritarme. ¿Quién eres y qué quieres, imbécil? María, María, soy yo el señor Pinzón, estoy aquí María, solo quiero la mitad de tu cuerpo. Lo podemos compartir porque a ti te sobra mucho espacio ahí dentro. Ella miraba la pantalla y todo negro, nada subía en ganancia y mi nombre adornaba la sala. Señor Pinzón era mi usuario, ¿cuál si no ese? Déjeme en paz, déjeme tranquila. Fue ahí cuando el desespero se apoderó de ella y empezó a rezar de forma incontrolable. Padre nuestro que estás en los cielos – María, María, escúchame, yo sé que podemos estar ahí los dos dentro – santificado sea tu nombre – María, yo no voy a molestar tus pensamientos, yo no voy a ser malo contigo – venga a nosotros tu reino – estúpida, te digo que te quedes con la mitad de tu cuerpo, estoy siendo bueno – hágase tu voluntad hacia en la tierra como en el cielo – Escúchame muchachita inútil, me quedaré con todo lo que eres, me quedaré con tus ojos y tu nariz – danos hoy nuestro pan de cada día – ¿me entiendes? Serás mía, tu existencia misma será mía – y perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden – ¿perdonamos? María, te odio María, necesito tu cuerpo, maldita mujer estúpida – no nos dejes caer en tenta… No la dejé terminar la oración y me le aparecí en la pantalla, con un semblate terrorífico. Mi cabeza estaba a medio pegar del cuello, mis ojos saltones, los labios morados y el cabello alocado. La abordaba con la risa con la que me apoderaba de mi esposa todos los domingos en la noche. Me faltaban varios dientes, y en medio del poder que me dio la aparición frente a María, recordé porque quería volver a ser hombre. Sentía poder sobre ella y no pudo hacer nada. Intentaba apagar la pantalla, salir del cuarto y mientras todo se transformaba. Le puse terror con las luces y la música, le gritaba que terminara la oración, que la terminara si era capaz. Todo eran gritos y risas de mi parte, gritos y llantos por parte de ella. Me sentía tan poderoso, me quitaba la cabeza y me la ponía, me le reía sobre sus lágrimas. María, que tu cuerpo ahora es mío, María, que tu cuerpo ahora es mío. La luz intermitente y la puerta cerrada la intentaba abrir alguien de afuera. Le levanté la cama y se la puse al revés, le rompí el espejo con el que su narcisismo resaltaba. Le gritaba y le gritaba y le gritaba, María, estas muerta y yo estoy vivo, Maria. Tus veintiún gramos son míos. Me le seguía riendo y los ojos se me salían más. Maria, Maria María, entiende que eres mía, gritos y gritos y más gritos. Termina la oración, le decía. No nos dejes caer en tentación, y libranos del mal…amén. La puerta se abrió y todo estaba en calma. María lloraba en la esquina del cuarto y mi hijo el menor se acercó para abrazarla. María, ¿estás bien? Mi papá acabó de llegar, está ebrio otra vez. Empieza a rezar, porque si le hace algo a mamá, te juro que ahora sí le corto la cabeza.