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Sobre el autor

Juan Camilo Moreno Cuellar

Juan Camilo Moreno Cuellar

Era once años mayor que yo y parecía que había vivido todas las vidas que un hombre debe vivir.

Estaba terminando la quinta cerveza que el viejo Carlos me había invitado. Me gustaba hablar con él. Era once años mayor que yo y parecía que había vivido todas las vidas que un hombre debe vivir. La cerveza estaba bien fría; manjar fresco para esos días de calor, pero dejé que le diera un poco de aire para que mis pulmones no sufrieran al recibirla. El viejo Carlos me comentaba sobre sus problemas familiares. Que la niña ya no era su niña y que el niño ya no era su orgullo. Encontrones propios de una familia promedio, debe ser. En el bar entraban las personas con la cara grasosa y los cachetes rojos, todos con la imagen y el deseo de una buena cerveza fría en su cabeza. Yo, por el contrario, me sentía fresco, tranquilo. Había dejado atrás todos los problemas con los que me creí ahogado. Entendí que las soluciones no llegaban por las corrientes de aire, y me fui a buscarlas. No me fui muy lejos, la verdad, solo tomé mi teléfono y las encontré. Ese día lo revisaba más que siempre, seguía pendiente de lo que mi pantalla adornaba. Los celos son el reflejo de inseguridades estúpidas; son la duda de lo que nunca fue verdad, y el creerse dueño de algo que siempre fue libre. Yo sentía celos, pero no dejaba que eso me afectara. La cerveza con el viejo Carlos era mi mejor plan para la tarde de ese sábado.

Tecleaba de vez en cuando mensajes aleatorios que por mi cabeza se cruzaban, y mientras escribía muchas de esas ideas declaratorias, me fijé que la pareja con la cara más sudada y grasosa empezaba a discutir. Ella le reclamaba a él  por lo que había hecho horas antes. Vaya dios a saber qué delito habría cometido. Los turistas piensan que nadie los escucha, y que por no estar en su zona pueden tomar la propia como ring de boxeo. Nunca estuve de acuerdo con que esos invasores arribaran en mi bar favorito, pero el viejo Carlos se molestaba si les decía algo. Ese bar era un teatro para mí. Todos los días me encontraba con historias nuevas y enfrentamientos sin sentido; el lugar era un imán de situaciones incomodas con parejas disgustadas. El martes pasado habían sido dos muchachos quienes se toparon con la incomprensión. Hasta puños se dieron, pero yo siempre apartado de ese caos, viendo tranquilo y fresco con mi celular en la mano. Las relaciones son complicadas y algunas veces se dicen cosas hirientes llenas de verdad pero vacías en deseo. Como hace dos días, cuando una muchacha volando en rabia, le dijo a su enamorado que lo peor que le había pasado en su vida fue conocerlo. Yo solo me quedé mirando como los ojos de ese hombre se volvían agua, y las manos se abrían después de estar cerradas. Su cuello se rompió y la cabeza se desgonzaba mientras buscaba intensamente si por ahí en el piso había caído su corazón. Seguro ella nunca pensó decirle eso, pero quizás si era verdad. Desde ese día me empecé a sentar cuatro bancas más cerca a la registradora, para no molestar a nadie con mis miradas, y para que nadie me moleste mientras redacto mis mensajes.

El sábado me di cuenta de que los que piensan saber todo nada saben. Y me refiero a mí, por supuesto. Recuerdo muy bien que bajando la botella de la última cerveza que pensé que tomaría ese día, la que me invitó el viejo Carlos, me topé con la ignorancia pura en aspectos en los que me sentía experto y seguro. Mi teléfono se había descargado, y yo lo necesitaba con toda la batería para seguir redactando mensajes a la nada; hacía muchos días que nadie los leía. Le pedí el favor a Fernanda que ubicara una toma de corriente para darle vida a mi teléfono muerto. Ella me miraba de una forma particular, como si encontrara en mi cosas perdidas. Me sonreía mucho, y a mi no me gustaban sus dientes. Eran muy blancos y pequeños. Yo aprovechaba su interés para pedirle favores. Como el día que me presto su teléfono porque por descuido había dejado el mío. Ella me lo prestó, sin preguntar el motivo, y yo la dejé de mirar después de tener lo que necesitaba. Con el teléfono cargando, ya solo debía esperar. Por suerte ese día, como en los cinco anteriores, no había recibido respuesta de ningún mensaje. Al otro lado nadie los había leído. A quien los escribía no estaba ahí para recibirlos, entonces aproveché para recargar fuerzas. El viejo Carlos siempre me preguntaba que yo que tanto hacia con el teléfono, que levantara la vista porque la vida estaba afuera de esa pantalla. Yo levantaba la vista y solo veía problemas y discusiones. Lo que encontraba en el pequeño aparato era lo único que necesitaba para estar tranquilo y seguro. Yo la veía a ella y, mientras todo se derrumbaba, encontraba un puente entre la felicidad y mi angustia. Todos los días entraba a la página a buscarla, siempre a la misma hora, con la misma cama y el mismo cuarto. La llevaba a todos lados. Aunque no podía mostrarle lo que veía con mis ojos, se lo contaba con los mensajes que redactaban mis dedos, para que ella con su imaginación los recreara. Nunca me había dicho de donde era, ni como se llamaba. Solo sabía de ella lo que veía en la pantalla. Un pelo oscuro color noche, los ojos rasgados y cafés desayuno, la espalda esvelta y las piernas gruesas. Cuando sonreía, dos hoyuelos salían de su cueva para ver al mundo. Conocía de ella su anatomía mas profunda, la mas superficial, la de la mitad y la que no le contaba a nadie. Ella era mi pareja, aunque no lo supiera, y aunque yo en lo más profundo de mi racionalidad supiera que no lo era. De ese sábado de verano, días atrás, no sabía nada de ella. Quizás estaba enferma, o su madre, porque me hablaba mucho de ella, necesitaba una mano en la panadería que estaba en construcción. Tampoco soy una persona intensa, y sabía que en algún momento alguien leería lo que diariamente le había escrito. Ojalá su buzón no se llenara, pensaba, o su razón despertara para bajarme de la nube.

Fernanda me seguía mirando con ojos de intención. Me sonreía, y me hablaba de su infancia y sus sueños. Nunca quiso ser la chica de la barra, pero no habiendo más, se metió de lleno en el arte de servir cervezas correctamente. Antes se dedicaba a mostrar su cuerpo frente a una cámara, algo de lo que estaba completamente orgullosa y en donde el arrepentimiento nunca tuvo espacio.  Si la hubiera conocido cuando estaba detrás de la pantalla, seguro hubiera sido mucho más interesante. La gente me hastía, y ella seguía hablando de cosas que quizás no quería saber. Terminaba una cerveza e iba por la otra. El viejo Carlos siempre fue muy buena persona conmigo. Admiraba mi soledad, pero también lo intranquilizaba. Yo le decía que tenía que entender que la fortuna del solitario es que solo tiene que lidiar consigo mismo. Él se reía, y miraba la foto de su familia colgada en una de las paredes del bar. Nunca sabremos quien es más feliz que el otro. La tarde estaba cayendo y Carlos decidió invitarme la quinta cerveza del día. Esa si estaba bien fría. Dejé que le golpeara el aire un rato. Miré para el piso a ver si encontraba el corazón del enamorado que se había estrellado con la verdad dos días atrás, y vi los cordones sueltos. Mi mamá nunca me enseñó correctamente a atarme los zapatos. Me gustaban las sandalias por eso, sin cordones, más cómodas, menos tiempo perdido. Pero justo ese día, por algún tipo de azar, necesité correr unas cuatro cuadras y las sandalias no las había encontrado. Tocó zapatillas con cordones y menos mal fue así. Terminé de atarme fuertemente los zapatos y levanté el cuerpo. La mirada cayó justo a la puerta, donde estaba entrando un grupo de turistas con los cachetes bien rojos y la cara sudada. Terrible coincidencia. Me di cuenta, justo en ese momento, porque mis mensajes no habían sido contestados. Quien cerró la puerta del bar al entrar, relucía los hoyuelos más lindos que haya visto, y el cabello color noche. Nunca tomaba café a esa hora, pero de los ojos de ella no lo dudaría. Entró quien había estado en mi bolsillo y me había acompañado por los últimos dos años. El frío en verano llegó a mi cuerpo. Me paralicé un momento y la encontré. Así me la imaginaba, quizás un poco más alta, más delgada, pero así de hermosa.

¿Qué hacer cuando encuentras un pedazo de tu vida que ni siquiera sabe que existes? De inmediato miré al viejo Carlos y me preguntó que si estaba bien, que me veía como un papel. El bar estaba lleno y mi pequeña compañía, con el grupos de amigos turistas con el que arribaba, que por cierto uno de ellos no le soltaba la mano, no encontraron donde ubicarse y salieron del lugar. El viejo Carlos seguía insistiéndome que si el aire me entraba, que si estaba vivo. Yo no sabía que contestarle, dudé si el sueño o pesadilla se acabaría pronto. No hay posibilidad de que esto pase, y le intentaba explicar a Carlos. Quizás fue la cerveza, o el calor o la vida diciéndome que la gente no es mala sino que el malo soy yo, que me acercara a mi pareja. El viejo Carlos me miró y me pegó un par de cachetadas, “¿Qué está esperando, Pacho?”. Fernanda volvió de la barra con mi teléfono en la mano, donde la imagen que adornaba la pantalla principal, era una foto de quien había acabado de cerrar la puerta. De milagro bien amarrados tenía los zapatos, y salí corriendo, buscando al refresco de mi sedienta necesitad. Una, dos, tres cuadras, se perdía más y más la esperanza de encontrarla. Llegué a la cuarta y la vi de espaldas. Era ella, ya le conocía todo, pero el vestido color salmón que la cubría era un regalo del cielo. Un hombre le sostenía la mano, pero su pareja era yo, quería asegurarme de que lo supiera. Alcancé su humanidad, y puse mi mano encima de su hombro.

—Hola, soy Francisco

Le dije mientras la voz se cortaba y la sal del mar cubría mi boca. Sentí calor, estaba sudando después de correr y tenía el corazón en la mano. Ella me miro con extrañeza, y respondió:

—¿Te conozco?

¿Qué si me conoce?, le he mostrado mi vida por dos años. Pero, sí, ella no me conoce. Yo la conozco a ella más de lo que se imaginaba. Sabía que esto no iba a funcionar. La persona que la acompañaba solo me miraba con sospecha y con agresividad. Saqué mi teléfono y le mostré la mujer que adornaba la pantalla. Sus ojos casi salieron de sus cuencas.

—Te he visto durante los últimos dos años en la página. Hemos compartido cenas, momentos placenteros, chistes y nostalgias. Estaba en el bar al que entraste, quejándome de los turistas, de la gente, de las relaciones. Te vi pasar y lo supe. Me quejaba de todo lo que necesitaba. Necesito vivir, viajar, amar. Necesito de ti. Sé que puede ser incomodo, pero reconozco tu mirada, así estuvieras siempre dentro de la pantalla. Reconozco que te agrado. Este soy yo fuera de ese mundo, y este yo quiere amarte en persona y vivir en el caos del que siempre había huido.

Sonrió de una forma hermosa y sutil. Soltó la mano de quien lo acompañaba y se lanzó a darme un abrazo. Sentí como un par de lagrimas se escaparon de sus ojos y recorrieron sus rojizos pómulos. Me abrazó tan fuerte, que todos mis pedazos se juntaron, todo se recompuso. Me tomó de las mejillas y me miró mientras me hablaba.

—Eres un encanto. Todo lo que hemos compartido este tiempo ha sido completamente especial. Me has ayudado a crecer como persona, y como mujer que decidió estar detrás de la cámara para personas como tú. Ahora te veo y te conozco y me encanta que así sea. Pero lo que hemos vivido en estos años solo ha sido cuestión de lejanía y distanciamiento. Funcionamos porque estamos lejos, y porque de cierta forma, no pertenecemos al amor que no existe entre nosotros. Francisco, vive, viaje, ama. Pero no con la ilusión que tienes de mí. Que tienes de esa mujer que decora tu pantalla. No te diré mi nombre, ni de donde soy, ni de donde vengo. Te diré que en siete días regreso al trabajo, y que estaré esperando tu visita. Hasta entonces, escríbeme, cuéntame de tus días, háblame, que cuando yo pueda, revisaré y reconstruiré el tiempo que me he perdido lejos de ti.

Ahora son dos, pensé. Son dos los corazones que estarían por ahí rondando en el verano pueblerino que nos acogía. Me tocaba ceder la mirada al piso y buscarlo porque dicen que se necesita para vivir. Ese sábado se dio vuelta con los hoyuelos hermosos, tomó la mano de alguien más, y caminó como si nada quien pensé era mi todo. Me dijo la mujer detrás de mi pantalla que a los siete días la podía encontrar. Y aquí la sigo esperando, en la misma banca, el mismo bar, con las mismas cervezas, y con el mismo anhelo de que lo que soñé se vuelva realidad; aunque quizás… solo quizás, construyendo otro final.